lunes, 6 de mayo de 2013

Quiero, debo, tengo.



A veces podemos sentirnos sensibles a las exigencias, reales o imaginarias, que nos hacen o que nosotros mismos nos imponemos. Esto tiene que ver, en cierto modo, con las idealizaciones o el cómo deberían ser las cosas. 


Todos los días, nuestra vida nos pone en multitud de situaciones en las que se espera que nos adaptemos a ciertas expectativas o convenciones (contratos psicológicos no explícitos). Por ejemplo, en una pareja o una relación de amistad intensa o fuerte, muchas veces se espera que el otro sepa cuáles son los sentimientos que tienes en ese momento y por eso no existe la necesidad de hacerlos explícitos. O, en otras situaciones, se espera que siempre seamos respetuosos, corteses y educados adheriéndonos a  "lo correcto". 

Se cumplan estas expectativas o no, la cuestión es que muchas veces somos sensibles a estas situaciones, a estas obligaciones que no han sido formuladas explícitamente y que, en realidad, es que como si nos las gritaran a través de un megáfono en nuestra cabeza. 

En ciertas ocasiones, nos sentimos agobiados básicamente porque queremos. Es así como convertimos nuestros propios deseos en deberes. Hoy lunes, me hago una lista con cosas que deseo hacer durante esta semana y, automáticamente después de confeccionarla, nuestra percepción de esa lista de deseos se distorsiona. En vez de  ver todo nuestro programa de actividades como un quiero, empezamos a considerarlas como tareas que debemos cumplir, como por una especie de obligación tácita que alguien (o sea yo mismo) nos ha impuesto tácitamente. 

Al final en vez de quiero, acabamos diciendo debo o debería



Además, podemos darle el cariz menos egoísta a nuestras querencias si hablamos en términos de "tengo que" o "debo" en vez de decir que hacemos algo por nuestra propia voluntad. 

"Según la visión del mundo del obsesivo, donde reina la escrupulosidad, es mejor estar cumpliendo una obligación que satisfaciendo un deseo."
 Allan E. Mallinger/Jeanette  De Wyze

Cuando cumplimos objetivos libremente elegidos, nos sentimos alegres y tenemos una sensación de realización personal. Pero cuando percibimos todas o gran parte de nuestras actividades (laborales, sociales, íntimas) como obligatorias, podemos llegar al punto en que nada nos proporciona placer y experimentamos la vida como algo sin sentido. No sabemos qué queremos, a quién queremos, qué quieren de nosotros o quién nos quiere de verdad. Y no, no es lo más bonito sentirse como un participante pasivo en tu vida que se esfuerza por cumplir unas obligaciones que le han sido impuestas. 

A lo mejor no tenemos muy claro quién somos o qué queremos realmente pero, hasta cierto punto, lo poco que sabemos, contribuye a nuestro sentido de la identidad. Aunque esto no es suficiente: tenemos que saber lo que queremos. Sin esa especie de ancla, acabaremos por sentirnos débiles y pasivos y, peor aún, mucho más vulnerables a los deseos y expectativas de los demás o de fuerzas externas

Para superar un poquito mejor esta resistencia a la exigencia hemos de prestar atención al número de veces que se piensa o se dice "debo" o "tengo que" en vez de decir o pensar "quiero". 
Nadie está obligado a escribir cartas, asistir a clases de inglés, hablar por teléfono o hacer el amor a determinada hora, y pensar que sí se está impide disfrutar de lo positivo de esas actividades. 

No pensemos demasiado, no seamos demasiado prudentes. 
Sólo pensemos, seamos prudentes y escuchemos a nuestro corazón. 


De todas las formas de prudencia, la cautela en el amor es tal vez la más mortífera para la verdadera felicidad.

BERTRAND RUSSELL,
The Conquest of Happiness 








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