jueves, 10 de mayo de 2012

La torre...







LA TORRE




Ya era tarde. En casa me estaban esperando con el plato puesto en la mesa pero yo, incansable rata de
biblioteca, seguía buscando en el archivo con ansia de encontrar algo que pudiera sorprenderme y dar pie
a una nueva investigación. Me fui a casa y así fue, allí estaban los tres esperándome a pie de plato, con
cara de reloj disciplinado.


Estuve pensando toda la noche en unos viejos papeles que encontré. Hablaban de un pueblo
deshabitado que estaba muy cerca de aquí, y que por lo visto, no había sido muy agraciado en su historia.
Me levanté a las 6 de la mañana para dar un paseo a Rocky y estar bien despejado, para, a las 8 en
punto, entrar en los archivos. Al día siguiente era Navidad, y esa noche me tocaba cenar con toda la
familia, pero los documentos que encontré ese día 24 a media mañana, darían pie a que me hiciera un
bocadillo, cogiera unas latas de Coca-cola y pasara la noche fuera de casa, aunque les doliera y aunque
me doliera.

La verdad es que a mí no me importaba mucho, porque tenía demasiado interés en visitar ese viejo
despoblado, del cual hablaban los escritos de una historia muy desgraciada e intrigante. Y allí estaba yo,
en busca del porqué de todo lo que había ocurrido en ese desdichado lugar y de todo lo que se me viniera
encima.
Serían las cuatro de la tarde cuando cargué mi viejo Citroën AX amarillo con todos los bártulos y papeles
que creía que me iban a ser de utilidad, además de una manta, porque sabía que iba a hacer frío. Aunque
estábamos en diciembre, la diferencia de temperatura desde el Sur de España, hasta aquí, al Norte, era
muy notable, hacía demasiado frío.
A eso de las cinco y media de la tarde, me metí en el coche y llamé a mi madre para que bajara al garaje.
Le dije que me iba y que no iba a cenar con ellos esa noche, sin darle tiempo a que me contestara y me
llamara loco (otra vez), porque tenía ya la puerta del coche preparada para cerrarla y no oír la segura
reprimenda que me echaría.

Salí de mi casa con el coche hacía la calle de Los Herrán, a visitar a Z. y felicitarle la Navidad, para más
tarde, fugarme hacia mi destino. Cuando llegué a su casa y le conté lo que tenía pensado hacer mientras
nos tomábamos un café y nos fumábamos un cigarro, me dijo que yo no estaba bien de los cascos. Me
dijeran lo que me dijeran, yo seguiría con mi idea entre ceja y ceja. Debía pasar allí por lo menos esa noche,
no tenía que perder mucho tiempo.
Salí de la ciudad a la carretera de Logroño, que pasa por Peñacerrada. Una vez que bajé el puerto,
tomé un desvío hacia la izquierda, que llega a San Vicentejo. Justo antes del cartel de entrada a esa
pequeña localidad, por no llamarla aldea, sale un caminito sin asfaltar hacia la derecha. Seguí el camino
hasta una intersección, donde orillé mi coche al lado de una granja, para que no molestara en el camino,
porque había un cartel que ponía: Prohibida la circulación de vehículos. Saqué mi mochila, llena hasta los
topes y comencé a caminar.

Me habían dicho que no se tardaba más de diez minutos en ver la torre del pequeño despoblado, pero yo
tardé mucho más. Me iba entreteniendo mirando las piedras que había a los lados del camino, ya que
muchas eran sillares de granito que habían sido arrancados de algún sitio.
A la media hora de estar caminando, vi la solitaria y majestuosa torre blanca románica, presidiendo todo
el paisaje, ya casi oscuro del todo.
A medida que avanzaba iba descubriendo más terreno que se había mantenido oculto a mis ojos, pero
que desaparecía en la oscuridad poco a poco.
Cuando llegué al despoblado solté mis pertenencias al lado de un canchal y monté mi vieja tienda de
campaña, donde desplegué los preciados papelorios.
Después de volver a empaparme con la desdichada historia que se contaba en aquellos viejos papeles,
de recordar lo que me había dado tiempo a sacarle a varios conocidos sobre este lugar y de cenar mi
bocata y el refresco de cola, salí de mi improvisado chalet.
Nada más pisar tierra sentí un profundo escalofrío que me recorrió desde la cabeza hasta los pies, me
quedé quieto por completo. Estaba solo en aquel lúgubre lugar, del que por voluntad propia sabía cosas
que cuando no estás acompañado no te gustaría saber. El cielo estaba despejado y corría una suave
brisa de esas que a la vez que te acarician la cara, te la cortan en mil pedazos.

Encendí mi linterna-farol y me fui acercando hacia lo que se suponía que era el centro de la población,
donde se encontraba la torre románica. A medida que iba avanzando fue creciendo mi respeto por aquel
lugar, por no llamarlo temor y acongojo. Había visto fotografías reales, en las que se veían diversos
espectros con forma humana asomarse a las ventanas de dicha torre, además de haber escuchado
diversas supuestas psicofonías que parecían reales, y eso no me hacía mucha gracia. Hay veces que mi
trabajo no me gusta un pelo, pero también he de reconocer, que sin él, me aburriría demasiado.

Cuando llegué al lado de la torre, examiné todo su perímetro, me quité un guante, y la toqué. Extraña
sensación recorrió mi brazo a la vez que un violento vendaval sacudió todo el terreno. Me puse el guante
mecánicamente.
Me alejé un poco a buscar las tumbas que había alrededor del pueblo. Eran tumbas excavadas en la roca,
algunas con forma humana. Había un pequeño sector dedicado a tumbas que por sus dimensiones
parecían de niños. Sé, que a la pequeña localidad la habían azotado varias epidemias de cólera, tifus y
viruela, cuando en España, estas enfermedades ya se habían erradicado hacía mucho tiempo. Lo curioso,
era la distribución de las tumbas. Las de mayor tamaño, se disponían en forma de triángulo y las más
pequeñas se agrupaban en un inmenso semicírculo. No llegué a entender nunca el porqué de esta
distribución, o si por el contrario, era por mero azar.

Se acercaban las 10 de la noche. Mi familia debería estar cenando en esos momentos. Cogí el móvil para
llamarles, pero justo cuando pulsé la tecla de llamada se fue la cobertura por completo. Hice una nueva
búsqueda de red y encontré cobertura, pero nada, otra vez igual. Algo no quería que esa llamada se
realizara.
Poco a poco el ya tenebroso pueblo se fue poblando de una espesa niebla, que lo hacía más indeseable
por cada momento que pasaba. Miré mi Rolex para saber la hora, porque la niebla y el frío me tenían
desorientado por completo. En el reloj aparecían las nueve y cincuenta y tres minutos, y yo juraría haber
visto esa hora hacía ya un buen rato.
Justo después de apartar la vista de las agujas, escuché el moverse de las escobas que había justo al
lado mío, además de dos gritos. Los dos pertenecían a una voz femenina que parecía decir algo así: ¡Basta
ya! ¿Qué hace esa puerta aún cerrada? Cada segundo que pasaba por mi cabeza, yo me sentía más y
más intranquilo. ¿Quién me mandaba a mí meterme en esos jaleos?
Anduve pocos metros y casi me trago el antiguo torreón. Había algo extraño. Yo no recordaba estar tan
cerca. ¿Qué broma era ésta? ¿Qué o quién estaba jugando conmigo?
Me paré un momento mientras pensaba que más de una persona había desaparecido en extrañas
circunstancias en ese lugar y no se había vuelto saber nada de ellas.

Cuando me disponía a abandonar literalmente el campo de batalla para, por lo menos llegar a casa
cuando abrieran la botella de sidra, el cielo se iluminó por un tremendo relámpago, y en el mismo
momento, cayó un rayo sobre la torre.
Me sentí, en cierta manera, mal, agobiado y asustado. Los fenómenos que estaban ocurriendo allí en ese
momento, no eran iguales a los que otros periodistas o investigadores habían descrito en sus artículos,
pero sí guardaban cierta similitud y eso no me gustaba nada.
Miré mi reloj y ya volvía a funcionar y cuando aparté la vista de las agujas, la niebla había desaparecido.
Por una parte me sentía más tranquilo, pero por otra, cada vez más inquieto y con más ganas de
meterme entre mis sábanas, aunque seguro, que éstas, no me librarían de este recuerdo durante
algunas noches.

La curiosidad mató al gato. Volví a examinar el antiguo torreón dándole una vuelta completa y cuál fue mi
sorpresa. A los pies de la torre había una especie de medallón del tamaño de mi mano, parecía dedicado a
una especie de divinidad. Entre su composición se hallaban el oro y la plata, pero había metales o
materiales que no sabía qué eran. Pesaba mucho. ¿Qué quería decirme aquello? ¿Estaba al pie de
alguna puerta secreta que se había abierto solo para mí?

Marché de vuelta a casa, y a pesar de todo lo que llevaba encima, no tardé ni una hora en entrar a mi
garaje y respirar aire tranquilo de una vez. No creo que mis sábanas me esperaran con tanta impaciencia
como yo a ellas.




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